Recuerdo la Semana Santa de toda la vida. El Jueves el mundo se paraba en seco y sin ABS. Comercios, museos, cines, todo cerrado a cal y canto. Como mucho la radio emitía música sacra entre rosario y vía crucis. Las procesiones eran el espectáculo público, interminable y gratuito, a no ser claro, que alquilaras algunas sillas en primera fila de cera. Como decía mi tío abuelo: hasta las putas descansan. Aunque no era del todo cierto porque acudían puntualmente a los desfiles procesionales entre lagrimita y saetita. El Viernes tempranito comenzaba la peregrinación de iglesia en iglesia. En mi santa ignorancia infantil, nunca llegue a entender muy bien el significado de los sudarios nazarenos sobre las imágenes como si quisieran esconder su dolor frente a los penitentes itinerantes. El sábado era como tierra de nadie, acababan las procesiones y las radios aminoraban su maratón de Haendel. De mañana, las gentes paseaban por los parques y recorrían las calles comerciales de tarde, admirando los escaparates con un suspiro contenido, quizás un chocolate con churros y poco más. Y por fin, llegaba el Domingo de Resurrección. Y efectivamente, todo resucitaba. Recuerdo que conseguir una entrada para la sesión numerada de las 19´30 era un acto heroico, aunque mi abuela siempre las conseguía y de las mejores. La peli era lo de menos, aunque una de John Wayne o Randolph Scott tampoco se despreciaba, bueno, Gary Cooper y de indios ya era un orgasmo visual. Pero, lo realmente importante, era que todo resucitaba, hasta el Cristo se preparaba para nacer de nuevo en el portal. Y la vida seguía.
¡Como hemos evolucionado abuela!
Bueno, algunos dirán que involucionado, pero lo que tengo claro es que no hemos innovado: ahora hacemos lo que hacemos el resto del año, pero a lo bestia.
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